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Frutas Stelzer: El esfuerzo que se vuelve legado

  • victoriaaristan06
  • 26 may
  • 5 Min. de lectura

En un valle constantemente cambiando y con desafíos, esta empresa familiar creció con paciencia y sacrificio, transformando una chacra olvidada en un proyecto que no solo produce frutos, sino esperanza y futuro para generaciones.


Empresa con su logo
Empresa con su logo

Si te encontrás en Villa Regina y seguís más allá de la calle Juan XXIII, donde el asfalto se vuelve tierra y piedra, vas a ver un canal, dobla hacia la izquierda. Allí, entre el verde y la tierra, aparece una imagen pintoresca: dos casas, una oficina, un sector de empaque con frigorífico y, para enmarcar, un cartel en lo alto que dice: Frutas Stelzer. No es sólo una empresa; es un legado familiar.

Pero esta foto tan perfecta y casi satisfactoria no siempre fue así. Lo que hoy se ve con orgullo está hecho de esfuerzo: en cada grano de tierra, en cada manzana y en cada pera hay una historia. Porque Frutas Stelzer no nació como un negocio, sino como el sueño y la lucha de una familia trabajadora. La familia que hoy ves —Arturo yendo de acá para allá con el tractor, Marco que alterna entre la administración y el galpón, y Santiago, el hermano menor que también ayuda— es el resultado de décadas de trabajo silencioso.

Todo comienza con el abuelo de Marco, quien trabajaba en el pozo 1 de Plaza Huincul. Allí nació, y creyó que viviría para siempre. Pero la vida tenía otros planes. Años más tarde, recibió como herencia una chacra en la tercera zona de Villa Regina. Arturo, el padre de Marco, siempre sintió pasión por la producción. Incluso cuando su buen corazón tuvo que ir antes para ayudar a un tío y la chacra debió ser cedida a él, Arturo no bajó los brazos y siguió para delante.

"Mi viejo laburó más de treinta años de portero en una escuela, allá en la tercera zona. Laburaba a la mañana y a la tarde salía a trabajar afuera. Nosotros, que éramos chicos, salíamos con él", recuerda Marco con una mirada cargada de memoria. Arturo también pasó por un galpón de empaque, donde aprendió un poco de todo, sobre todo mecánica.

Era 1994, el invierno golpeaba fuerte y rocas de hielo caían constantemente del cielo. Las condiciones climáticas no acompañaban, pero se les presentó una oportunidad: una chacra abandonada en Comodato. “Era más ponerle plata que sacarle. Encima la chacra venía con un empleado que había quedado a cargo nuestro, así que imagínate que lo poco que daba y lo poco que mi viejo ganaba en la escuela era todo para meterle a eso”, cuenta Marco. Las condiciones no ayudaban, pero los Stelzer sabían agradecer lo que tenían y le metían ganas.

En una ocasión alquilaron una chacra junto al río. Allí en un galpón diminuto de apenas siete metros de ancho por catorce de largo, armaron su primera clasificadora de frutas. “La hicimos a medida para aprovechar todo el espacio”, recuerda Marco. No tenían maquinaria moderna, pero sí ingenio. Y, sobre todo, amor por los frutos que cosechaban, la manzana y la pera.

En 2004 compraron la chacra donde hoy se encuentra Frutas Stelzer. Ahora se observa el galpón frigorífico, la zona de producción y empaque, dos casas no muy grandes y una oficina. No obstante, esto no siempre fue así, antes no había nada, todo era gallineros y chanchería. “Todo lo que se ve es nuevo. Se fue haciendo por etapas: un año una cosa, al siguiente otra y así pudimos concretar todo: el frío, el galpón y, luego, comprar más chacras”.

Siempre se trabajó en familia. Pero hay una ocasión clave que Marco recuerda como si hubiese sido ayer: “Un año teníamos una pera paca que no sabíamos qué hacer con ella. La íbamos a tirar, pero le dije a mi viejo: ‘No, déjame ver qué puedo hacer. Fui a hablar con alguien y logré venderla”. Hasta ese momento, los negocios los manejaba su padre, pero esa experiencia le dio confianza y desde entonces, Marco comenzó a encargarse de las compras, a abrir mercados y construir, con su familia e ingenio, lo que hoy es Frutas Stelzer.

Aun así, los miedos no desaparecieron. Marco empezó a dar su palabra como aval de pago. “Me acuerdo cuando hicimos un cheque por semana durante un año. Cuarenta y ocho cheques. Me senté a hacerlos todos. Era el compromiso de levantarlos uno por uno”.

Pera Williams conservada en el frigorifico.
Pera Williams conservada en el frigorifico.

En 2010, comenzaron con la comercialización formal. Su primera parada: el Mercado de La Plata. Hoy venden a el Mercado Central de Buenos Aires, en Santa Fe y otras provincias. También exportan directamente a Bolivia y, a través de una exportadora, a Europa y Brasil.

Aunque desayunan en familia, el trabajo no se lleva a casa. El humor debe cambiar. A veces Marco no aparece en todo el día, salvo para el almuerzo o recién en la cena. Un suceso reciente lo marcó: su hijo Alexander, de cinco años, tenía que dibujarse en su remera de egresaditos. Se pintó con las dos manos extendidas: en una, una pera y en la otra, una manzana. “Eso me trajo gratificación porque ves que no es que la fruta les quita a sus hijos el tiempo con su papá, sino que ellos ven el esfuerzo y eso vale. Es con eso que podés seguir”, cuenta Marco con una sonrisa.

Atilio es ingeniero agrónomo, trabaja con ellos desde hace algunos años. Supervisa las cámaras, la cosecha y la poda. “Somos amigos, tenemos una relación de confianza que va más allá de lo laboral”, dice Atilio refiriéndose a su relación con Marco.

Hoy, Marco agradece estar en una buena posición. Por eso, cada vez que puede devuelve algo a su comunidad. Aunque también reconoce que no todo es perfecto: “Hubo un momento en el que estuve a punto de vender todo. Se juntó temporada, pocas ventas, números en rojo y un problema personal". Pero la fe fue más fuerte y hoy vuelve a proyectar. En 2025, sumarán frutas de carozo temprano a la cosecha y se conversan las opciones de producir snacks e incluso frutos secos o pistacho.

Marco mira hacia atrás y se encuentra con el niño de seis o siete años que jugaba a vender mercadería con talonarios. Su pasión de chico se volvió realidad. Aprendió a delegar, a confiar y a no llevar el trabajo a la casa. Comprendió que poner plata en la empresa no es un gasto: es inversión en calidad, en posicionamiento, en marca. Aprendió que el cuerpo también necesita pausas y que el esfuerzo de uno tiene límites.


Ilustración - nene feliz con fruta por M. Victoria Aristan Falconier
Ilustración - nene feliz con fruta por M. Victoria Aristan Falconier

Hoy, bajo el cielo lluvioso y la nariz roja del frío, Marco camina por el frigorífico que imana olor a manzanas y peras recién cosechadas, sale a mirar el cielo naranja con el sol poniéndose por debajo del cartel de su familia y mira el valle con otros ojos: Sabe que ya no alcanza con cosechar. Hay que reinvertir, industrializar y pensar en un mañana positivo. Marco cree que mientras haya manos dispuestas a trabajar con honestidad y visión y una universidad pública que acompañe, este suelo, el mismo que lo vio crecer, va a seguir dando frutos por generaciones. Marco espera con ansias el provenir de sus dos hijos, sueña con que sean mejores que él, aporten nuevas perspectivas a la empresa y reconozcan sus límites.

Y eso, en un país donde emprender a veces parece un acto de locura, también es una forma de fe.

 

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